Llegó y se sentó en esos trenes que como supositorios desde el aeropuerto se adentran en el esfínter de una gran ciudad. Gafas de pasta, bolsa reciclable de un repugnante supermercado, una bufanda gigante de lana en su cuello, pantalones pitillo, bambas, sonrisa y móvil en ristre. No paraba de enviar mensajes a nadie sabe quién ni para qué. Su sonrisa se iba convirtiendo en mueca nerviosa a medida que se iba recomponiendo para bajarse del tren. Nadie sabe si habrá tenido suerte o qué le deparará el futuro. Una bala más para el cargador que dispara muertos.
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